Kataratax. Esclavos del sinsentido, 2013
por Victoria Castillo
¡Bienvenidos!
¡Bienvenidos a Occidente! La utopía terrenal, el paraíso al
alcance del hombre. Le garantizamos felicidad, seguridad,
estabilidad, prosperidad y muchas otras palabras a las que sólo los
Occidentales tenemos acceso. Bienvenidos al único paraje en la faz
de la tierra donde dispondrá de todo lo que una persona en su sano
juicio pueda desear: Una casa, una preciosa mujer con la que
engendrar una preciosa familia, un coche y un empleo estable que le
importe ingentes cantidades de dinero con las que comprar toda la
felicidad que necesite o le hagamos necesitar. ¡Y no tendrá que
preocuparse por nada más! Le cavaremos una confortable tumba
mientras usted disfruta de SU flamante vehículo, SU televisión por
cable (un acceso ilimitado a un exiguo extracto de la ilimitada
información del ilimitado mundo), SU propio Smartphone de alta gama,
SU bullente vida social y, agárrese fuerte, la libertad para decidir
sobre SUS propios actos, SU propio destino
(dentrodeunosmárgenesestrictos) y sobre las leyes que rigen su
mundo. Y con esto no queremos decir otra cosa más que… ¡Es usted
y sólo usted el responsable del mundo en el que vive y de los
cambios que en este acontezcan! ¡Cambie su mundo (si tiene cojones)!
Y recuerde, querido conciudadano… Los grandes cambios empiezan en
casa. Estamos seguros de que es usted una gran persona, y que podría
llegar a hacer grandes cosas, por eso queremos, deseamos
fervientemente, que siga jugando a las casitas y disfrutando de los
privilegios de una cómoda y emocionante vida. Por favor, no lea la
letra pequeña.
El
nacimiento en el seno de una familia de clase media habrá
determinado ya un 99% de su futura condición. Al nacer, le
envolverán con los húmedos paños dictatoriales de la moral,
la ética y el sentido común. Acostúmbrese a sus nombres porque van
a acompañarle durante toda su aplastante y pertinente vida. Sufrirá
las lacras de una época, de una era agonizante y prescindible.
PADECERÁ EL SISTEMA como una enfermedad que le postra en una cama,
como a un muerto viviente, o a un vivo desfalleciente. Le contarán
leyendas. Le cercarán como al ganado. Y no será el presidente de
los Estados Unidos quien haga tal cosa, ni el ministro de Hacienda,
ni el creador de Google. No serán los grandes propietarios, ni los
más elocuentes, ni los más listos, ni los más guapos.
El
ser humano como especie distribuye los ridículos papeles de una obra
de teatro sin público y sin director entre sus individuos (economía,
ocio, negocio, política, literatura, ciencia, educación…). Una
obra de teatro cuya única función es sosegar el miedo al sinsentido
de la vida y a su inutilidad, la carencia de la meta y el método, y
cuyos papeles acaban siendo asimilados por los actores que los
representan hasta tal punto que acaban creyendo concienzudamente que
son, estos papeles, la realidad. Se produce así el fenómeno de
autosugestión colectiva.
En
la escuela le dirán cosas como que el mundo se cambia desde dentro,
desde las pequeñas cosas. Pero eso es mentira. Eso es una mentira
muy, muy gorda, porque en realidad el mundo no se puede cambiar.
Porque el mundo está podrido. Pero claro, ¿Cómo decirle tal cosa a
un pequeño querubín de siete o diez años? Un niño debe creer
en el futuro. Debe creer que el futuro y él están hechos el
uno para el otro. Porque si le dices a un niño de diez años que
nada de lo que haga podrá hacerle libre, que está siendo
exhaustivamente entrenado para correr por una rueda como un pequeño
hombre-cobaya, entonces puede que deje de querer colaborar.
Quizás
el momento más terrible e intenso en la vida de un ser consciente es
aquel en el que se le arranca de la oscura prisión de la infancia
para introducirlo en la celda, igualmente lóbrega, de la adultez. Es
en ese único paso,cuando algunos de los individuos se las apañan
para abrir los ojos legañosos y desacostumbrados a la luz del
exterior. Estos, presas de un pánico inducido por la vaga concepción
del ulterior enjaulamiento, forcejean contra las firmes frías manos
del ejecutor. Se pintan los pelos de llamativos colores, tienden a la
excentricidad, a la protesta, al inconformismo, escriben poemas,
colorean paredes, se imprimen en las ropas y en las palabras y en las
voces y en las actitudes, y luchan contra el temor a la indiferencia
y al olvido. Tratan, por todos y cada uno de los medios, de buscar
una identidad que luego, en la oscuridad de la nueva reclusión, se
les es arrebatada. Luchan por algo que ni si quiera tiene un nombre.
Pero luchan.
Pero
luego, el instinto muere. Luego, tienes una casa, un coche, un
trabajo, una cuenta en Facebook y la satisfactoria sensación de
estar haciendo algo de provecho. Y sin darte cuenta, has entrado en
la dinámica global, que tiene como telón de fondo la Máxima de
Occidente: un consumismo materialista, la compulsividad desatada de
satisfacer unas necesidades concretas. La prevalencia de lo material
sobre lo espiritual.
Y
todos aquellos que viven en la presunción fantasiosa de que son los
dueños de su propio destino, de que acaso son diferentes o
especiales, aquellos que se atreven a sostenerse a sí mismos como
“la excepción a la regla”, son parte del puzzle. Son un
engranaje más del mecanismo. Están vacíos.
No
temo a la
nada.
Lo que me aterroriza son la cosas que llenan artificialmente ese
vacío. Y lo que verdaderamente me quita el sueño es la posibilidad
de acabar aceptándolas como inherentes y necesarias para una vida
feliz y plena.
De
todos modos, la felicidad es sólo un término injustamente
trascendente para denominar el efecto físico, emocional y sensorial
de unas cuantas sustancias químicas en el organismo humano. Un
perro, a la par que un cerdo o un cachorro humano, es capaz de ser
feliz supliendo sus necesidades vitales porque no se plantea la
utilidad de las cosas, y mucho menos de el ser. El ser humano es
incapaz de ser feliz porque se halla en un estado de conciencia
superior (que no mejor) Hay seres que no son. Hay seres que son. Y
hay seres que son y lo saben. Llegado a este estadío, una parte del
ser humano perece. Somos seres enfermos de conciencia. Nos dejan ver
una fracción del sinsentido, pero no podemos comprenderlo, y eso nos
corroe. Una vez entrenado para vivir en la mentira, la vida de un ser
humano fuera del marco social y en plena experimentación de la
verdad, es una tortura abocada a la muerte.
No
quiero pasarme la vida fingiendo que veo sentido alguno a trabajar
hasta los 60 años para obtener cantidades periódicas de materia
fungible, volátil, que se pierde entre inmensas hipotecas, y
contratos infinitos, y objetos de metal y plástico, y celdas de
cemento y vidrio. Porque es innecesario. Porque cuando lo analizo
desde cerca, cuando le paso los Rayos X al asunto,lo
único que veo es a gente desesperada tapando un vacío vital y
existencial con un embrollo de actividades y pensamientos
precipitados. Gente que tapa el inexorable sinsentido de la
existencia con artificial y fingido orden y causa para mantener sus
mentes ocupadas y no sucumbir al pánico y a la locura.
Así
pues, no me gusta ninguna de las personas que puedo llegar a ser en
este mundo ni ninguna de las opciones que puede ofrecerme esta farsa
global. Esgrimo mi espada de papel contra la marea de cemento. Y como
el cuerpo de carne contra el implacable glaciar, nos lamemos los
huesos y las cuencas de los ojos, nos batimos en silenciosas
palabras.
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