Habiendo
examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos enfrentamos
ahora con un problema mucho más difícil, el de la práctica del
arte de amar. ¿Puede aprenderse algo acerca de la práctica de un
arte, excepto practicándolo?
La
dificultad del problema se ve aumentada por el hecho de que la
mayoría de la gente de hoy en día esperan recibir recetas del tipo «cómo debe
usted hacerlo», y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe
a amar. Mucho me temo que quien comience este último capítulo con
tales esperanzas resultará sumamente decepcionado. Amar es una
experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros
mismos(...)
La
práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales,
independientes por completo de que el arte en cuestión sea la
carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la
práctica de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no
lo hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo
porque estoy en el «estado de ánimo apropiado», puede constituir
un «hobby» agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un
maestro en ese arte (...) Podía
pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de aprender
que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de manera
sumamente disciplinada en un trabajo donde impera una estricta
rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hombre moderno es
excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando
no trabaja, quiere estar ocioso, haraganear, o, para usar una palabra
más agradable, «relajarse». Ese deseo de ociosidad constituye, en
gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida.
Precisamente porque el hombre está obligado durante ocho horas
diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le
son propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y
su rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo
mismo. Además, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a
desconfiar de toda disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad
irracional como de la disciplina racional autoimpuesta. Sin esa
disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de
concentración. El que la concentración es condición indispensable
para el dominio de un arte no necesita demostración. No
obstante, en nuestra cultura, la concentración es aún más rara que
la autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura lleva a una forma
de vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se
hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla,
se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre
abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas,
conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en
nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse
sentado, sin hablar, fumar, leer beber, es imposible para la mayoría
de la gente. Se ponen nerviosos e inquietos y deben hacer algo con la
boca o con las manos.
Un
tercer factor es la paciencia. Repetimos que quien haya tratado
alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es necesaria para
lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados rápidos,
nunca aprendemos un arte. Para el hombre moderno, sin embargo, es tan
difícil practicar la paciencia como la disciplina y la
concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente
lo contrario: la rapidez (...) El hombre moderno piensa que pierde algo -tiempo- cuando
no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo
que gana -salvo matarlo.
Eventualmente, otra condición para aprender
cualquier arte es una preocupación suprema por por el dominio del
arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás
lo dominará. Seguirá siendo, en el mejor de los casos, un buen
aficionado, pero nunca un maestro. Esta condición es tan necesaria
para el arte de amar como para cualquier otro. Parece, sin embargo,
que la proporción de aficionados en el arte de amar es notablemente
mayor que en las otras artes.
(...) Si se aspira a ser un
maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar dedicada a él o,
por lo menos, relacionada con él. La propia persona se convierte en
instrumento en la práctica del arte, y debe mantenerse en buenas
condiciones, según las funciones específicas que deba realizar. En
lo que respecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a
convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina,
la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su
vida.
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