La mayoría preferimos no pensar en lo que sucede con nuestro cuerpo cuando morimos. Pero esa descomposición es el origen inesperado de una nueva vida
“No va a ser fácil quebrar esto”, dice Holly Williams, de la
funeraria, mientras levanta el brazo de John y dobla con delicadeza los
dedos, el codo y la muñeca. “En general, cuanto más reciente es un
cadáver, mejor se trabaja con él”.
Williams habla en voz baja, con una despreocupación que contrasta con
la naturaleza de su labor. Creció en el norte de Texas, en la funeraria
familiar donde trabaja, y ha visto y manipulado cadáveres casi a diario
desde la infancia. Unos mil cuerpos, calcula a sus 28 años. Su trabajo
consiste en recoger cuerpos de personas recién fallecidas en el área de
Dallas-Fort Worth y prepararlos para su funeral.
“La mayoría los recogemos en residencias de ancianos”, dice Williams,
“pero a veces traemos gente que ha muerto por herida de bala o en un
accidente de circulación. Pueden llamarnos para que vayamos a por
alguien que murió en soledad hace días o semanas, alguien que ya ha
empezado a descomponerse, lo que dificulta el trabajo”.
John llevaba unas cuatro horas muerto cuando su cuerpo fue trasladado
a la funeraria. Había gozado casi siempre de una salud razonable. Su
trabajo de toda la vida, en las explotaciones petrolíferas de Texas, lo
mantenía activo y en forma. Llevaba años sin fumar y no abusaba del
alcohol. Hasta que una fría mañana de enero sufrió un infarto en su casa
(por complicaciones inesperadas, al parecer), cayó al suelo y murió
casi en el acto. Tenía apenas 57 años.
La mesa metálica de Williams acoge ahora el cuerpo de John cubierto
con una sábana blanca de lino, frío y duro al tacto y con la piel entre
gris y purpúrea, síntomas claros de que la descomposición ya ha
empezado.
Autolisis
Lejos de estar muerto, un cuerpo en descomposición rebosa de vida.
Cada vez hay más científicos que hacen del cadáver la piedra angular de
un ecosistema vasto y complejo que surge poco después de la muerte, y
prospera y evoluciona a medida que la descomposición avanza.
La descomposición empieza unos minutos más tarde de la muerte con un
proceso llamado autolisis, o autodigestión. Poco después de que el
corazón se pare, las células se quedan sin oxígeno y su acidez aumenta a
medida que los derivados tóxicos de las reacciones químicas se acumulan
en su interior. Las enzimas comienzan a digerir las membranas celulares
antes de filtrarse por las células rotas. El proceso suele empezar en
el hígado, rico en enzimas, y en el cerebro, que tiene un alto contenido
en agua. Finalmente, todos los tejidos y órganos se colapsan del mismo
modo. Rotos los vasos sanguíneos, las células se depositan, por efecto
de la gravedad, en los capilares y las venas pequeñas, decolorando la
piel.
La descomposición es un final, un recordatorio morboso de que toda la
materia del universo debe obedecer estas leyes fundamentales. Nos
desbarata, equilibrando nuestra masa corporal con su entorno,
reciclándola para que otros seres vivos puedan usarla
La temperatura corporal empieza a caer también, hasta adaptarse al entorno. Es el momento del rigor mortis
–“la rigidez de la muerte”-, que comienza por los párpados, la
mandíbula y los músculos del cuello y sigue con el tronco y las
extremidades. En un cuerpo vivo, las células musculares se contraen y se
relajan gracias a la acción de dos proteínas filamentosas (la actina y
la miosina), que se deslizan a la par. Tras la muerte, las células se
ven privadas de su fuente de energía y los filamentos proteicos quedan
inmovilizados. Esto provoca la rigidez de los músculos y la parálisis de
las articulaciones.
En estas primeras fases, el ecosistema del cadáver está formado sobre
todo por bacterias que viven en y del cuerpo humano vivo. Nuestro
cuerpo alberga una enorme cantidad de bacterias. Cada superficie, cada
rincón del cuerpo es un hábitat para comunidades de microbios
específicas. Con diferencia, la mayor de estas comunidades está en el
intestino, donde residen billones de bacterias de cientos o miles de
especies diferentes.
La microbiota [conjunto de microorganismos localizados en distintos
sitios del cuerpo humano] es un tema apasionante para muchos biólogos.
Se le han asignado diversos papeles en la salud humana y se la asocia a
miles de afecciones y dolencias, desde el autismo y la depresión hasta
el síndrome del colon irritable y la obesidad. Pero es poco lo que
sabemos de estos parásitos microbianos. Y menos aún lo que sabemos de
ellos cuando morimos.
'El entierro del señor de Orgaz', de El Greco, ubicado en la parroquia de Santo Tomé de Toledo.
En agosto de 2014, la científica forense Gulnaz Javan, de la
Universidad Estatal de Alabama en Montgomery, y sus colegas publicaron
el primer estudio sobre lo que llamaron the thanatomicrobiome (del griego thanatos, “muerte”).
“Muchas de nuestras muestras proceden de casos criminales”, dice
Javan. “Alguien se suicida, o es asesinado, o muere por una sobredosis o
en un accidente de tráfico, y yo recojo muestras de tejido del cuerpo.
Hay cuestiones éticas que nos obligan a solicitar un consentimiento”.
La mayoría de los órganos internos están libres de microbios mientras
vivimos. Poco después de la muerte, sin embargo, el sistema inmune deja
de funcionar, lo que permite su expansión por todo el cuerpo. Es algo
que suele empezar en las tripas, en el cruce entre los intestinos grueso
y delgado –y enseguida en los tejidos vecinos-, de dentro afuera.
Alimentándose del cóctel químico que se escapa de las células dañadas,
los microbios invaden los capilares del sistema digestivo y los nódulos
linfáticos y se propagan por el hígado y el bazo antes de pasar al
corazón y el cerebro.
Javan y su equipo trabajaron con muestras del hígado, bazo, cerebro,
corazón y sangre tomadas de 11 cuerpos entre 20 y 240 horas después de
su muerte. Para analizar y comparar el contenido bacteriano de cada
muestra, combinaron técnicas bioinformáticas con dos tecnologías
punteras en secuenciación de ADN.
Las muestras tomadas de los órganos de un cadáver eran muy semejantes
entre sí pero muy distintas de aquellas tomadas de esos mismos órganos
en otro cuerpo. La explicación, en parte, podría estar en las
diferencias en la composición de la microbiota de cada cadáver, o bien
en las diferencias en el tiempo transcurrido desde la muerte. Un estudio
anterior con ratones en descomposición demostró que si bien la
microbiota cambia considerablemente después de la muerte, ese cambio es
uniforme y mensurable. Los científicos lograron reducir a un lapso de
tres días el período en que había fallecido una persona que podía llevar
casi dos meses muerta.
Tras la muerte, las células se ven privadas de su fuente de energía y
los filamentos proteicos quedan inmovilizados. Esto provoca la rigidez
de los músculos y la parálisis de las articulaciones
El estudio de Javan sugería que ese “reloj microbiano” podría estar
aún funcionando dentro del cuerpo humano en descomposición. Demostraba
que las bacterias alcanzaron el hígado unas 20 horas después de la
muerte y que transcurrieron al menos 58 horas hasta que se propagaron
por todos los órganos de los que se tomaron muestras. Es posible, por
tanto, que tras la muerte nuestras bacterias se expandan por el cuerpo
de un modo sistemático, y que la cadencia con la que se infiltran
primero en un órgano interno y después en otro nos ofrezca otro modo de
estimar el tiempo transcurrido desde la muerte.
“El grado de descomposición varía entre los distintos individuos pero
también entre los distintos órganos”, dice Javan. “El bazo, el
intestino y el estómago, así como el útero de una embarazada, se
descomponen antes, mientras que el riñón, el corazón y los huesos sufren
un deterioro más lento”. En 2014, Javan y sus colegas obtuvieron una
ayuda de 200.000 dólares de la National Science Foundation para
continuar investigando. “Seguiremos usando tecnologías punteras de
secuenciación y técnicas bioinformáticas con el fin de averiguar qué
órgano es el más adecuado para establecer la hora de la muerte. Eso es
algo que todavía no está claro”, dice.
Lo que sí parece claro es que las fases en la descomposición de un cuerpo dependen de la composición bacteriana.
Putrefacción
Hay media docena de cadáveres, en diversos estados de descomposición,
desparramados entre los pinos de Huntsville, en Texas. En el centro del
recinto están los dos últimos en llegar, con los brazos y las piernas
en cruz, la piel fláccida y cárdena aún intacta, y la caja torácica y
los huesos pélvicos visibles entre la carne que se pudre lentamente.
Unos metros más allá hay otro cadáver, reducido a su condición de
esqueleto, con la piel negra y endurecida pegada a los huesos, como si
llevara un traje de látex y un casquete en la cabeza. Al fondo, tras
unos restos esqueléticos diseminados por los buitres, hay todavía otro
cuerpo en un armazón de madera y alambre. Está llegando al final del
ciclo mortuorio, momificado ya en parte. Varios hongos, grandes y
pardos, crecen allí donde una vez hubo un abdomen.
Para la mayoría de nosotros un cadáver en descomposición es algo
perturbador, cuando no repulsivo y espeluznante, una de esas cosas que
luego se nos aparece en sueños. Pero para los chicos del Complejo de
Ciencia Forense Aplicada del Sudeste de Texas, los cadáveres son el pan
nuestro de cada día. Sus instalaciones, abiertas en 2009, ocupan casi
100 hectáreas del National Forest, propiedad de la Universidad Estatal
Sam Houston (SHSU). En su interior hay un terreno de 3 hectáreas de
bosque espeso que ha sido aislado y subdividido por medio de alambradas
de 3 metros erizadas de púas.
El ecosistema del cadáver está formado sobre todo por bacterias que
viven en y del cuerpo humano vivo. Cada superficie, cada rincón del
cuerpo es un hábitat para comunidades de microbios. Con diferencia, la
mayor de estas comunidades está en el intestino
A finales de 2011, Sibyl Bucheli, Aaron Lynne y sus colegas del SHSU
dejaron descomponerse allí dos cadáveres recientes sin modificar las
condiciones del entorno.
Una vez que la autolisis se inicia y las bacterias van escapando del
tracto gatrointestinal, comienza la putrefacción. Es la muerte
molecular, la descomposición, aún más aguda, de los tejidos blandos en
gases, líquidos y sales. En realidad es algo que ya había empezado, pero
es con la intervención de las bacterias anaeróbicas cuando de verdad
coge impulso.
En la putrefacción, las especies bacterianas aeróbicas, que necesitan
oxígeno para crecer, ceden el terreno a las anaeróbicas, que no lo
necesitan. Estas comienzan a alimentarse de los tejidos corporales,
fermentando los azúcares en su interior y produciendo así derivados
gaseosos como el metano, el sulfuro de hidrógeno y el amoniaco, que se
acumulan en el cuerpo e inflan (o “entumecen”) el abdomen y a veces
otras partes del cuerpo.
De esta forma el cuerpo se decolora aún más. A medida que las células
sanguíneas escapan de los vasos en desintegración, las bacterias
anaeróbicas transforman las moléculas de la hemoglobina, que llevaban el
oxígeno por el cuerpo, en sulfohemoglobina. La presencia de esta
molécula en la sangre es lo que da al cuerpo en plena descomposición esa
apariencia translúcida, olivácea, tan característica.
Con el aumento de la presión gaseosa en el interior, la superficie
del cuerpo se llena de ampollas. A continuación viene la flaccidez y
enseguida el desprendimiento de grandes capas de piel, que apenas se
sujetan ya al armazón. Finalmente, los gases y los tejidos licuados
abandonan el cuerpo, por lo común a través del ano u otros orificios, a
veces por la piel desgarrada en otras zonas. Puede ocurrir que la
presión sea tan grande que el abdomen se abra de golpe.
El entumecimiento sirve a menudo para indicar la transición de las
primeras fases de la descomposición a las siguientes. Otro estudio
reciente ha demostrado que esa transición se caracteriza por un cambio
evidente en la composición bacteriana del cadáver.
Bucheli y Lynne recogieron muestras de bacterias de diversas partes
de los cadáveres al inicio y al final de la fase de entumecimiento. A
continuación extrajeron ADN bacteriano de las muestras y lo
secuenciaron.
Como entomóloga, a Bucheli le interesan sobre todo los insectos que
colonizan los cadáveres. Ve el cadáver como un hábitat específico para
las diversas especies de insectos necrófagos, algunas de las cuales
completan su ciclo vital dentro, sobre o alrededor de los restos
mortales.
Colonización
Cuando un cuerpo en descomposición comienza a purgarse queda expuesto
al entorno. En esta fase, el ecosistema cadavérico es ya completamente
autónomo: un nido de microbios, insectos y carroñeros.
Dos especies asociadas a la descomposición son la moscarda y la mosca
de la carne (y sus larvas). Los cadáveres desprenden un olor fétido,
dulzón, nacido de una compleja mezcla de compuestos volátiles que cambia
según progresa la descomposición. Las moscardas detectan el olor
mediante receptores especializados en sus antenas, se posan en el
cadáver y ponen sus huevos en los orificios y las heridas abiertas.
Cada mosca pone unos 250 huevos que se abren en el espacio de 24
horas. Las pequeñas larvas se alimentan de la carne putrefacta y mudan
en larvas más grandes, que se alimentan durante varias horas antes de
volver a mudar. Tras seguir alimentándose, estas larvas, ya de mayor
tamaño, se arrastran fuera del cuerpo. Entonces pupan y se transforman
en moscas adultas, y el ciclo recomienza hasta que no queda con qué
alimentarse.
Es posible que, tras la muerte, nuestras bacterias se expandan por el
cuerpo de un modo sistemático, y que la cadencia con la que se
infiltran primero en un órgano interno y después en otro nos ofrezca
otro modo de estimar el tiempo transcurrido desde la muerte
En condiciones normales, un cuerpo en descomposición contendrá un
gran número de larvas en la tercera fase. Esta “masa larval” genera
mucho calor, elevando la temperatura en el interior del cadáver en más
de 10ºC. Igual que una piña de pingüinos en el Polo Sur, la masa larval
está en constante movimiento. Pero mientras los pingüinos se juntan para
darse calor, las larvas se mueven para refrigerarse.
“Es una espada de doble filo”, explica Bucheli en su despacho del
SHSU, rodeada de enormes insectos de plástico y su colección de muñecas
Monster High. “Si estás siempre en el borde, puede comerte un pájaro, y
si estás siempre en el centro, te puedes cocer. Así que se mueven
constantemente entre el centro y los extremos”.
La presencia de moscas atrae a diversos depredadores, como el
escarabajo de la piel, el ácaro, la hormiga, la avispa y la araña, que
se alimentan de las larvas y los huevos de las moscas, o bien los
parasitan. Los buitres y otros carroñeros, al igual que algunos grandes
carnívoros, pueden también aparecer por allí.
Pero son las larvas, en ausencia de carroñeros, las encargadas de
eliminar los tejidos blandos. Como anotó en 1767 Carl Linneo (a quien
debemos el sistema usado por los científicos para nombrar las distintas
especies), “tres moscas pueden consumir el cadáver de un caballo en el
mismo tiempo que un león”. Las larvas de la tercera fase saldrán por fin
del cadáver en grandes cantidades, casi siempre siguiendo la misma
ruta. Su actividad es tan minuciosa que sus rutas migratorias pueden
apreciarse, tras la descomposición, en los hondos surcos que quedan en
el suelo emanado del cuerpo.
Cada especie que visita el cadáver tiene un repertorio único de
microbios intestinales y es probable que los diferentes tipos de suelo
alberguen diferentes comunidades bacterianas cuya composición esté
determinada por factores como la temperatura, la humedad y el tipo y la
textura del suelo.
Dos especies asociadas a la descomposición son la moscarda y la mosca
de la carne (y sus larvas). Los cadáveres desprenden un olor fétido,
dulzón, nacido de una compleja mezcla de compuestos volátiles que cambia
según progresa la descomposición
Todos estos microbios se mezclan y se relacionan dentro del
ecosistema cadavérico. Además de dejar sus huevos en él, las moscas que
llegan al cadáver se llevan algunas de las bacterias que encuentran allí
y dejan otras propias. Los tejidos licuados que se filtran a través del
cuerpo permiten, por su parte, el intercambio de bacterias entre el
cadáver y el suelo subyacente.
Cuando toman muestras de los cadáveres, Bucheli y Lynne reconocen
bacterias que tienen su origen en la piel del cuerpo, en las moscas y
los carroñeros que lo colonizan, y también en el suelo. “Cuando un
cuerpo se deshace, las bacterias intestinales empiezan a emerger, y
vemos una mayor proporción fuera de él”, dice Lynne.
De modo que es probable que cada cadáver tenga su propia firma
microbiológica y que esta firma pueda cambiar con el tiempo dependiendo
de las condiciones precisas del lugar de la muerte. Si se logra entender
mejor la composición de estas comunidades bacterianas, las relaciones
entre ellas y cómo se influyen entre sí a medida que avanza la
descomposición, algún día los forenses tendrán más información del
dónde, cuándo y cómo de la persona muerta.
Por poner un ejemplo, la detección, en un cadáver, de secuencias de
ADN específicas de un organismo particular o un tipo de suelo podría
ayudar a los investigadores que trabajan en la escena del crimen a
relacionar el cuerpo de una víctima de asesinato con una localización
geográfica, o incluso a estrechar aún más –una finca en un área
concreta- la zona donde buscar pistas.
“Ha habido ya varios casos criminales en los que la entomología
forense ha aportado piezas vitales para completar el puzle”, dice
Bucheli, que confía en que las bacterias puedan suministrar información
adicional y se conviertan en una herramienta más para afinar el cálculo
del tiempo en que se produjo una muerte. “Espero que en unos cinco años
podamos estar usando información bacteriana en un proceso criminal”,
dice.
Con ese objetivo, los investigadores se afanan en catalogar las
especies bacterianas dentro y fuera del cuerpo humano mientras estudian
las diferencias entre las poblaciones de bacterias en cada individuo.
“Me encantaría tener datos que vayan de la vida a la muerte”, dice
Bucheli. “Me encantaría encontrar un donante que me dejara tomarle
muestras bacterianas en vida y cuando hubiera muerto y mientras se
descompone”.
Purga
“Estamos estudiando el fluido de la purga que sale de los cuerpos en
descomposición”, dice Daniel Wescott, director del Centro de
Antropología Forense de la Universidad del Estado de Texas en San
Marcos.
Wescott, antropólogo especializado en estructura craneal, utiliza un
escáner de micro-CT para analizar la estructura microscópica de los
huesos que le traen de la granja de cadáveres. También colabora con
entomólogos y microbiólogos –entre ellos Javan, ocupado últimamente en
el análisis de muestras de suelo cadavérico recogidas en las
instalaciones de San Marcos- además de ingenieros informáticos y un
piloto que opera un dron que toma fotografías aéreas de las
instalaciones.
“He estado leyendo un artículo sobre drones que sobrevuelan tierras
de cultivo con el fin de decidir cuáles son más fértiles”, dice.
“Utilizan un casi-infrarrojo, y los suelos con una mayor riqueza
orgánica presentan un color más oscuro que los otros. Pensé que si eso
era posible, entonces nosotros podíamos centrarnos en nuestros pequeños
círculos”.
Esos “pequeños círculos” son islas de descomposición cadavérica. El
cadáver altera significativamente la composición química del suelo sobre
el que se descompone, provocando cambios que pueden durar años. La
purga – la expulsión de desechos de los restos del cuerpo- libera
nutrientes en el suelo, y la migración de las larvas transfiere casi
toda la energía del cuerpo a un entorno más amplio. Finalmente, el
proceso crea una “isla de descomposición cadavérica”, un área muy
concentrada de suelo de gran riqueza orgánica. No solo libera nutrientes
en un ecosistema más amplio sino que atrae otras materias orgánicas,
como insectos muertos y restos fecales de animales más grandes.
Se calcula que un cuerpo humano normal está formado por entre un 50% y
un 75% de agua, y que cada kilo de masa corporal seca acaba por liberar
32 gramos de nitrógeno, 10 gramos de fósforo, 4 gramos de potasio y 1
gramo de magnesio en el suelo. En un primer momento destruye parte de la
vegetación del entorno, bien por la toxicidad del nitrógeno, bien por
los antibióticos que contiene el cuerpo, secretados por las larvas de
los insectos mientras se alimentan de su carne. Pero, al final, la
descomposición beneficia al ecosistema de los alrededores.
La biomasa microbiana dentro de la isla de descomposición cadavérica
es mayor que en otras áreas cercanas. Atraídos por los nutrientes que el
cuerpo va filtrando, los gusanos nematodos, vinculados a la
descomposición, se hacen más abundantes, con lo que la vida vegetal es
también más diversa. Estudiar en profundidad cómo los cadáveres en
descomposición alteran la ecología del entorno podría facilitar la
búsqueda de víctimas de asesinato cuyos cuerpos hubieran sido enterrados
de manera superficial.
El análisis de la tierra de la sepultura podría también
proporcionarnos otro modo de calcular el momento de la muerte. Un
estudio de 2008 sobre los cambios bioquímicos que tienen lugar en una
isla de descomposición cadavérica mostraba que la concentración de
lípido-fósforos que fluye del cadáver está en su apogeo unos 40 días
después de la muerte, mientras que la del nitrógeno y el fósforo
extractable alcanzan su punto más alto a los 72 y a los 100 días de la
muerte, respectivamente. Si lográramos entender mejor estos procesos, el
análisis bioquímico de la tierra de la sepultura podría algún día
ayudar a los investigadores forenses a calcular el tiempo que lleva un
cuerpo enterrado en un lugar determinado.
Entierro
En el calor seco, sin tregua, del verano de Texas, un cuerpo dejado a
su suerte se momificará antes de descomponerse del todo. La piel
perderá enseguida toda humedad, y seguirá pegada a los huesos cuando el
proceso haya finalizado.
La velocidad de las reacciones químicas que intervienen en el proceso
se dobla con cada aumento de 10º en la temperatura, de modo que un
cadáver alcanzará la fase de descomposición avanzada a los 16 días de la
muerte en unas condiciones de temperatura media diaria de 25º. Para
entonces, el cuerpo habrá perdido casi toda su carne y podrá empezar la
migración masiva de las larvas al exterior del esqueleto.
Los antiguos egipcios aprendieron involuntariamente cómo el entorno
afecta a la descomposición. En el período predinástico, antes de que
empezaran a fabricar tumbas y féretros, envolvían a sus muertos en lino y
los enterraban directamente en la arena. El calor inhibía la actividad
de los microbios y la sepultura impedía que los insectos llegaran al
cuerpo, de modo que estos se conservaban excepcionalmente bien. Más
adelante empezaron a fabricar tumbas elaboradas para los muertos con el
fin de asegurarles una buena vida en el más allá, pero el efecto fue el
contrario al deseado, ya que al alejar el cuerpo de la arena, la
descomposición se aceleró. Así, inventaron el embalsamiento y la
momificación.
El embalsamiento implica el tratamiento del cuerpo con sustancias
químicas que reducen la velocidad del proceso de descomposición. Un
embalsamador del antiguo Egipto lavaría primero el cuerpo del muerto con
vino de palma y agua del Nilo, sacaría casi todos los órganos internos a
través de una incisión a lo largo del costado izquierdo y lo llenaría
de natrón (una mezcla salina típica del Valle del Nilo). Utilizaría un
gancho largo para extraer el cerebro a través de las fosas nasales y
luego cubriría todo el cuerpo con natrón y lo dejaría secarse durante 40
días. En un primer momento, los órganos secos se dejaban en jarras
canópicas enterradas junto al cuerpo; más adelante, se envolvían en lino
y se devolvían al cadáver. Por fin, el propio cadáver era envuelto en
múltiples capas de lino para prepararlo para el entierro. Los funerarios
estudian todavía hoy las técnicas de embalsamiento de los antiguos
egipcios.
En la funeraria, Holly Williams hace algo parecido, de modo que la
familia y los amigos puedan ver a sus seres queridos como alguna vez
fueron, y no como realmente son ahora. En el caso de víctimas de muertes
traumáticas y violentas, eso implica una reconstrucción facial
exhaustiva.
Al vivir en una ciudad pequeña, Williams ha trabajado con mucha gente
a la que conocía o con la que creció: amigos que murieron de una
sobredosis, se suicidaron o tuvieron un accidente al volante mientras
enviaban un mensaje. Cuando su madre murió hace cuatro años, Williams
tuvo que arreglarla también, retocando su cara con maquillaje. “Siempre
la peinaba y la maquillaba cuando vivía, así que sabía cómo hacerlo”.
Lleva a John a la mesa preparatoria, le quita la ropa y le coloca en
posición antes de coger de un armario varias botellitas de fluido para
embalsamar. El fluido contiene una mezcla de formaldehido, metanol y
otros disolventes. Al enlazar las proteínas celulares y fijarlas en su
lugar, conserva, durante un tiempo, los tejidos del cuerpo El fluido
elimina las bacterias e impide que rompan las proteínas y las utilicen
para alimentarse.
Igual que una piña de pingüinos en el Polo Sur, la masa larval está
en constante movimiento. Pero mientras los pingüinos se juntan para
darse calor, las larvas se mueven para refrigerarse
Williams vierte el contenido de las botellas en la máquina
embalsamadora. El fluido se despliega en colores que se corresponden con
distintos tonos de piel. Williams limpia el cuerpo con una esponja
húmeda y hace una incisión diagonal justo sobre la clavícula izquierda.
“Alza” la arteria carótida y la vena subclaviana del cuello, las liga
con bramante e introduce una cánula (un tubito) en la arteria y unas
pinzas pequeñas en la vena para abrir los vasos sanguíneos.
A continuación enciende la máquina, que bombea fluido embalsamador en
la arteria carótida y por todo el cuerpo de John. A medida que el
fluido avanza, la sangre sale de la incisión, descendiendo por los
bordes acanalados de la mesa de metal hasta la pila. Mientras tanto,
Williams coge uno de los miembros para masajearlo con cuidado. “Se
necesita cerca de una hora para extraer toda la sangre de una persona de
tamaño medio y sustituirla por fluido embalsamador”, dice. “Los
coágulos pueden ralentizar el proceso, y el masaje los deshace y
facilita el flujo del fluido embalsamador”.
Una vez sustituida la sangre, introduce un aspirador en el abdomen de
John y aspira los fluidos de la cavidad corporal junto con la orina y
las heces que aún pudiera haber allí. Por último, cose las incisiones,
limpia el cuerpo una segunda vez, le arregla las facciones y vuelve a
vestirlo. John está listo para su funeral.
Los cuerpos embalsamados terminan por descomponerse. Cuándo
exactamente, y en cuánto tiempo, es algo que depende de cómo se hiciera
el embalsamamiento, del tipo de ataúd donde descansa el cuerpo y de cómo
fuera enterrado. Al fin y al cabo, los cuerpos son solo formas de
energía atrapadas en masas de materia a la espera de ser liberadas en el
universo.
Según las leyes de la termodinámica, la energía no se crea ni se
destruye, sólo se transforma. En otras palabras: las cosas se
descomponen y, en el proceso, su masa se convierte en energía. La
descomposición es un final, un recordatorio morboso de que toda la
materia del universo debe obedecer estas leyes fundamentales. Nos
desbarata, equilibrando nuestra masa corporal con su entorno,
reciclándola para que otros seres vivos puedan usarla.
Cenizas a las cenizas, polvo al polvo.
Este artículo se publicó por primera vez en Mosaic y se publica aquí en español con una licencia de Creative Commons.
Autor: Moheb Costandi
Editor: Mun-Keat Looi
Verificadora de información: Kirsty Strawbridge
Corrector: Tom Freeman
Traductor: Christian Law Palacín
Fuente. El País.com
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