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LA TIRANÍA DEL DEBER


 

Por Paco Espadas

El filósofo alemán Arthur Schopenhauer comparó nuestra vida con una obra de teatro a la que asistimos como silenciosos espectadores escondidos tras las bambalinas. De pronto, una mano invisible nos empuja a escena y allí nos vemos obligados a intervenir en una trama que desconocemos porque la función ya estaba empezada cuando llegamos. Así, nos pasamos toda la obra tratando de averiguar de qué narices va la tragicomedia, quién es quién en ella y cuál es nuestro papel. Pues bien, antes de que, de nuevo sin previo aviso, nos vuelvan a sacar del escenario - y en esta ocasión ni siquiera nos dejen quedarnos entre cajas - habremos hecho nuestro trabajo; habremos sido más figurantes que protagonistas o viceversa, pero algo necesariamente habremos tenido que interpretar.
La de Schopenhauer es una ilustrativa metáfora sobre la libertad y sus consecuencias, una característica esencial del ser humano que hace que nuestra vida se vea empujada por la necesidad de deliberar y tomar decisiones. Tenemos que elegir qué vamos hacer con nuestra existencia, cuál será el papel que interpretaremos en ella, porque nos programaron para que no nos de lo mismo vivir de cualquier forma, para no vivir exclusivamente de una determinada manera (como les ocurre, por ejemplo, a los animales) y para que exijamos saber por qué es más adecuado cierto modo de vida a otro.
Variadas reflexiones sobre los motivos adecuados de la libre elección ha aportado la filosofía en sus muchos siglos de existencia. La mayoría hacen coincidir esos motivos bien con la bondad del corazón (actuar impulsados por buenos sentimientos como la solidaridad o la piedad), bien con con los preceptos naturales (actuar de acuerdo con una supuesta ley natural que establece un orden adecuado para todas las cosas), bien con valores ideales independientes de nuestra voluntad que la inteligencia puede descubrir ocultos entre el fango del relativismo cotidiano. Me interesa, sin embargo, citar aquí la aportación de Immanuel Kant porque supone un giro radical en la consideración tradicional del fundamento de la moral y es uno de los inventos filosóficos con más tirón popular y peores efectos secundarios de cuantos conozco. 
Para Kant la única motivación aceptable para un ser autónomo y libre (el humano) tiene que proceder de él mismo, nunca de instancias ajenas a su voluntad. Se plantea entonces el problema de qué es una voluntad libre, puesto que es notorio que dicha voluntad a menudo se halla ferreamente condicionada tanto por nuestra propia naturaleza (deseos, inclinaciones, sentimientos, pasiones, intereses, impulsos inconscientes) como por las circunstancias ambientales (educación, época histórica, cultura, valores socialmente establecidos...), ninguna de las cuales son elegidas por nosotros. Al igual que para el caso del conocimiento de la Naturaleza, Kant creyó encontrar en la dictadura de la razón ese elemento liberador y diferenciador sobre el que sustentar una moral universal desposeída del mezquino interés, del relativismo de los valores establecidos, del ciego deseo La razón impone algo a nuestra naturaleza ciega y dependiente y nos transforma en personas dueñas de nuestros actos. Ese algo es el deber que hay que esforzarse en querer, puesto que no basta sólo con respetarlo por cobardía, a  regañadientes o para evitar males mayores
¿Cuál es la ley de la razón,  el deber que la razón impone? (y que, paradógicamente, nos hace libres cuando nos hacemos sus esclavos). No se puede determinar para cada caso concreto, pero es un axioma que se puede deducir, una condición que deben cumplir todas aquellas decisiones, elecciones o actuaciones que aspiren a conseguir el premio gordo de la excelencia moral. Dicho axioma fue bautizado por Kant con el nombre de imperativo categórico y reza así:

Siempre debes actuar de modo que al mismo tiempo desees que el motivo por el que actúas (lúcida y sinceramente averiguado, no vale autoengañarse) se convierta automáticamente, por el poder de tu voluntad,  en el motivo de todos (en una ley de obligado cumplimiento que, una vez que tú la estableces, nadie sería capaz de transgredir)
 
Eso quiere decir, más o menos, que en los asuntos morales deberías imaginar que tienes el poder del Rey Midas, quien por su voluntad convertía en oro todo lo que tocaba, sin poder elegir selectivamente qué cosas se transformarían en dorado metal o qué otras mejor se quedaban como estaban: cuando eliges, transfieres tus verdaderos motivos a la humanidad en su conjunto y haces que éstos pasen a ser, sin excepciones, el motor del comportamiento de todos. Si puedes querer sinceramente y sin contradicciones que esto ocurra, adelante: haz lo que tenías en mente hacer. En caso contrario, evita un comportamiento motivado por una intención que tú no querrías que moviese el comportamiento de todos.
Kant también formuló el impera­tivo categórico diciendo que «siempre debes tratar a las personas como si fueran una finalidad en sí y no sólo un medio para otra cosa», es decir, que no debes «utilizar» a otras personas con el fin de conseguir ventajas para ti, ni tampoco instrumentalizarte a ti misma, a ti mismo, por el bien de nadie. 
Todo esto vendría a decir que si tus actuaciones o tus decisiones son correctas no es por lo que con ellas consigas o dejes de conseguir, sino porque están motivadas por una voluntad absolutamente desinteresada, tanto que querrías exactamente lo mismo aunque sus consecuencias fuesen perjudiciales para ti o para cualquiera. 
Pero el deber puede ser un tirano poderoso y someternos a él buscando unanimidad y universalidad implica pagar el alto precio de la desgracia. Así, por ejemplo, para Kant tendría más mérito delatar a un fugitivo por respeto al deber de ser veraces (y no movidos por miedo a la policía o por el deseo de venganza), que ser un activista de Amnistía Internacional impulsado por nobles sentimientos como la empatía y la solidaridad.
Las personas implacables en el cumplimiento del deber carecen de flexibilidad, son incapaces de un gesto de benevolencia y anteponen siempre el interés del abstracto tirano al dolor de sus víctimas de carne y hueso. En esas condiciones resulta sarcástico hablar de "satisfacción por el deber cumplido", pues nada hay más desgraciado que la intransigencia.  

PS: Ayer recordé todo este asunto del tirano deber viendo en el cine la adaptación musical del drama de Victor Hugo "Los miserables", en concreto padeciendo con el implacable inspector Javert, uno de esos tipos empeñados en entregar su alma al cumplimiento del deber y también, y sin compasión, el cuerpo y la vida de quien se ponga por delante. Un esclavo del deber este Javert. Un inconsciente kantiano que responde con el suicidio al único incumplimiento que, movido por la compasión, se permite en toda su vida.

 

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