domingo

ÉTICA DE LA MORTALIDAD


Fernando Savater ¿Vida buena o vida eterna? (La vida eterna, Ariel 2007)

Los dioses mitológicos no conocian deberes éticos, puesto que su inmortalidad les resguardaba de toda fragilidad y daño. En cambio los humanos, por ser mortales, necesitamos pautas morales que proscriban causar daño intencionado al prójimo y recomienden apoyo, incluso complicidad, en la necesidad o la desventura. La reflexión sobre nuestra condición perecedera y la comprensión solidaria de quienes la comparten con nosotros basta para justificar el más elemental de los códigos morales, aquél que recomienda no hacer a los demás lo que no desees que te hagan a ti mismo y ayudar a los otros como tú quisieras que te ayudasen cuando fuera menester. Sin embargo, las  directrices morales tropiezan con nuestro desaforado terror a la muerte, que nos tienta a suponer que es preciso ignorar o pisotear a los otros para retrasar la inevitable llegada de nuestro fin. La  presencia de la muerte nos aisla, nos hace sentir la tentación de vivir solitarios, pensando en nosotros mismos, en nuestra inmediata supervivencia...(ante la inminencia de la muerte) se nos hace evidente que las restricciones morales están pensadas para que perdure la sociedad, que en cualquier caso durará mucho más que nosotros: ¿no es acaso, entonces, nuestro verdadero interés ocuparnos de lo que nos beneficia privadamente, aquí y ahora, en lugar de sacrificarnos para la armonía de una colectividad menos vulnerable que cualquier individuo mortal?  Y así todo nos parece poco para defendernos de la muerte que nos ronda: posesiones, honores,  vasallaje... desechamos las restricciones y miramientos morales para entregarnos empavorecidos al sálvese quien pueda. 


Intentando conjurar el destructivo pánico ante la muerte, las religiones que hablan de castigos y premios ultramundanos desvalorizan conjuntamente la muerte como mero tránsito y la vida terrenal como simple campo de prueba para exaltar un más allá en el que se juzgará nuestro comportamiento de acuerdo con ciertas leyes establecidas. Pero estas leyes, emanadas de dogmas sobrenaturales, pueden ser tan inadecuadas para la felicidad terreno como los dictados del propio pánico ateo ante la muerte inevitable. Según este planteamiento, los preceptos morales sólo son válidos como pruebas de nuestra sumisión a lo Absoluto,  pero no como emanaciones racionales de lo que social e individualmente puede resultarnos más conveniente. Tienen que ver mucho con la obedencia y bastante con el miedo, pero nada, absolutamente nada, con la comprensión de lo que realmente necesitamos y queremos.
Sin embargo, sigue latiendo el problema de fondo: ¿Cuál debe ser la dispòsición de la persona éticamente recta, que busca la vida buena en los límites de la mortalidad, pero que está sometida al pánico y a la urgencia esenciales de la muerte que llega? Tendría que ser capaz de adoptar el punto de vista de la inmortalidad a sabiendas de que su lote es precisamente la muerte: "Cada vez que elegimos padecer un acto indebido en lugar de cometerlo actuamos como si fuésemos inmortales aunque sabemos que no lo somos" (Agnes Heller) Obrar como inmortales, es decir sin el miedo y el afán que la muerte impone, pero sabiendo que somos mortales y que por eso y sólo por eso debemos comportarnos éticamente con nuestros semejantes en tal destino. Kant dijo que lo éticamente relevante para los mortales no es llegar a ser felices sino merecer la felicidad; Nietzsche recomendó amar la fugacidad del presente como si debiera retornar una y otra vez, eternamente. En todos estos casos parece proponerse un ideal de la vida frente a la muerte que se sobrepone a nuestro condicionamiento biológico y transitoriamente lo refuta






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