¿Podemos cambiar de personalidad? (El País Semanal, 30 Mayo 2018)
Una parte de nuestra personalidad viene marcada genéticamente.
Tradicionalmente los expertos separan dos dimensiones diferentes de
nuestra forma de ser: el temperamento (lo más instintivo y
biológicamente determinado en cada ser humano desde que nace) y el
carácter (lo que aprendemos, y por lo tanto, fuertemente vinculado a la
educación y al ambiente). El carácter no se hereda y es modificable. El temperamento nos viene en el ADN.
Podemos aprender a controlarlo, pero persiste. Igual que el cuerpo se
compone de huesos, músculos y órganos, la personalidad se forma por tres
elementos básicos: la instrospección, el neuroticismo y el
psicoticismo. Todos ellos están relacionados con el cerebro. Esta teoría
la desarrolló el psicólogo Hans Eysenck en los años cuarenta. El mayor o
menor porcentaje de estos tres rasgos determina quiénes somos.
Aunque lo primero que hay que aceptar es que no hay maneras de ser
mejores o peores: cada una tiene sus luces y sombras. Por ejemplo, si
una persona es introvertida, no puede dejar de serlo. Sí podemos adecuar
nuestro comportamiento, modificarlo en función del ambiente en el que
vivimos para que no sea un impedimento y nos haga sufrir. Perseguir lo
contrario sólo nos conducirá a la infelicidad. Un introvertido tiene
mayor actividad cortical que un extrovertido. De ahí vienen sus
diferencias. Los núcleos neuronales forman la sustancia gris del córtex
cerebral. La gente introvertida genera más movimiento de neuronas sin
apenas estímulo. Los extrovertidos, sin embargo, son más sensibles a
estímulos externos: las luces, el ruido, el movimiento constante, las
nuevas experiencias. Estos incentivos sacan lo mejor de este tipo de
personas. Al introvertido le provoca una especie de saturación que les
agobia y desquicia.
El neuroticismo tiene que ver con la estabilidad emocional. Este
rasgo se encuentra fuertemente vinculado al sistema límbico, un conjunto
de estructuras del cerebro que regulan estados emocionales como la
atracción sexual, el miedo y la agresión. Hay personas a las que les
afecta todo, están en un estado de tensión continuo. Otras, en cambio,
son como un tronco y saben manejar mejor las circunstancias. Para
alguien que tenga el neuroticismo bajo todo es más plano. Al no tomarse
las cosas muy a pecho, evita los sobresaltos. Pero se pierde otros
estímulos que pueden enriquecer sus experiencias y entablar relaciones
más estrechas con las personas. Estadísticamente, las mujeres tienen el
neuroticismo más alto, con lo que su riqueza emocional es mayor que en
los hombres. Esto explica que ellos se hagan un lío cuando “irrumpen las
emociones”, según explican los psicólogos expertos en personalidad
Rodrigo Martínez de Ubago y Mara Aznar en su libro Deja de intentar cambiar (editorial Kolima).
El psicoticismo es el tercer componente de la estructura de la
personalidad, según esta teoría de Eysenck. Está regulado por las
hormonas gonadales (como la testosterona) y las enzimas (como la
monoamino oxidasa, conocida como MAO). Otros expertos posteriores al
psicólogo Hans Eysenck no lo consideran un elemento fundamental en
nuestra forma de ser. Aquellos que experimentan episodios psicóticos
presentan niveles altos de testosterona y bajos de MAO. Cuando el
psicoticismo es bajo, la persona es temerosa y huye del peligro
rápidamente. Pero también son empáticas.
En el lado opuesto están las personalidades emocionalmente
independientes o frías que, en casos extremos, incluso llegan a
disfrutar del sufrimiento ajeno (lo que se conoce como psicopatía).
Estadísticamente, los hombres tienen mayores niveles de independencia
(lo cual, lógicamente, no quiere decir que no haya mujeres frías y
hombres empáticos) y los jóvenes más que los adultos. El nivel de cada
uno de estos tres rasgos cambia a lo largo de la vida, aunque su
proporción nos viene de nacimiento. Los jóvenes tienen los niveles
máximos de extroversión, reactividad e independencia: por eso los
adolescentes buscan estimulación y peligros, contravienen las normas,
son egoístas y, desde luego, son emocionalmente inestables. Con la
madurez, estos niveles se regulan.
A la pregunta de si podemos cambiar nuestra personalidad, la
respuesta es no (en parte). Lo único que puede modificarla es un
acontecimiento traumático: vivir una guerra, el suicidio de alguien
cercano, el diagnóstico de una enfermedad terminal... Podemos, eso sí,
modelar nuestra conducta a través de una terapia. Es posible modular
ciertos rasgos del carácter al entorno que nos ha tocado vivir. Pero hay
otro factor que puede cambiarnos: el amor. Según el psiquiatra Carlos
Álvarez Vara y el catedrático de Psicología y experto en personalidad
Manuel Juan Espinosa, la intensa huella que el amor marca en nuestro
cerebro unida al refuerzo positivo que supone una relación amorosa sí
tiene el poder de hacernos cambiar.
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