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¿QUÉ SABEMOS SOBRE LA MUERTE?

Lo queramos o no, quizás lo que mejor caracteriza a los seres humanos es la conciencia de la propia finitud. Todos los seres vivos han de morir algún día. Los vegetales mueren, pero no lo saben; los animales también mueren, pero tampoco lo saben. Sólo el ser humano es consciente de que no es eterno. Como dice el filósofo del siglo XVII Blais Pascal, sabemos que “somos algo, pero no todo”. Y lo trágico de nuestra finitud es que, a pesar de la certeza de que no somos todo ni podemos llegar a ser todo, nos gustaría ser todo y, por supuesto, nunca dejar de serlo.

 
Podemos entender la muerte como la destrucción de algo: mueren las personas cuando sus órganos vitales dejan de funcionar y, por tanto, su cuerpo empieza a descomponerse; mueren, en el mismo sentido, los animales y las plantas. Pueden morir también los objetos, las tendencias... todo tipo de realidades en tanto que dejan de ser lo que eran y pasan a ser otra cosa. Así, el latín es una lengua muerta, porque ya no se habla; los ríos mueren en el mar, pues dejan de ser ríos y pasan a ser otra cosa. En este sentido amplio, prácticamente todos los seres están sujetos a ella, pues todos pueden ser destruidos.
En el ámbito de la naturaleza se distinguen dos tipos de seres: los inorgánicos y los orgánicos. Según la definición general de muerte que hemos dado, tanto los seres inorgánicos como los orgánicos mueren. En los seres inorgánicos, la muerte supone una desestructuración o separación de los elementos que los constituyen. Así, por ejemplo, una piedra se destruye cuando se hace añicos y deja de ser piedra para convertirse en un montón de polvo.
Sin embargo, puede definirse la muerte de forma más precisa como la pérdida de las propiedades características de la vida y que llevan a la destrucción del organismo. En este caso, sólo puede hablarse de muerte de los seres orgánicos, pues son los únicos que poseen vida. Así entendida, mueren las plantas, los animales y, por supuesto, los seres humanos. La forma en que mueren todos estos seres es similar, aunque en la persona posee un valor que nos hace hablar de especificidad de la muerte humana. Veámoslo analizando lo que es común y lo que es específico de la muerte del ser humano.
  1. Rasgos comunes. Para plantas y animales, la muerte, la pérdida de vida se produce cuando los órganos vitales (tallo, hojas, corazón, pulmones ... ) dejan de ejercer su función. Este hecho puede tener básicamente dos causas y por ello hablamos de dos tipos de muerte: muerte accidental, cuando los órganos vitales dejan de funcionar por causas externas o accidentales (golpes, heridas, inanición ... ), y muerte natural, cuando la causa es interna (envejecimiento o enfermedad). En este último sentido, puede decirse que las plantas y los animales están naturalmente programados para morir, pues la muerte es el final de un proceso natural que va desde el nacimiento y pasa por la infancia, la madurez y la vejez.
  1. Rasgos específicos de la muerte en el ser humano:
    1. Mientras que en las plantas y en los animales la muerte es un hecho, en el ser humano es un elemento constitutivo de la propia vida. Los hombres y las mujeres son conscientes de su propia muerte: sa­ber que inevitablemente han de morir hace que la muerte condicione toda su existencia, por eso la muerte puede considerarse un elemento funda­mental de la propia vida. Aunque parezca paradójico, sabernos mor­tales es lo que da sentido a nuestra vida y a lo que sucede en ella. Quizá, si no supiéramos que hemos de morir, nada nos afectaría del modo en que lo hace; quizá no sentiríamos la necesidad de ac­tuar y hacer, pues dispondríamos de un tiempo indefinido para ello; quizá no valoraríamos nada, pues todo se diluiría en la inmensidad del tiempo.
    2. La muerte es algo personal, algo íntimo de cada cual: nadie puede morir por otro. Como dice Savater, “la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada uno con su propia vida, no con otra”. Es por eso que siempre se ha dicho que la muerte es lo único verdaderamente democrático en el mundo, lo único que nos iguala a todos y, sin embargo, es también y al mismo tiempo lo más individualizador. La muerte, como el nacimiento, es el momento de lo irrepetible, no sólo porque se nace y se muere una vez, sino porque en ambos momentos nuestra condición de seres únicos brilla esplendorosamente: “Al morir, cada cual es definitivamente él mismo y nadie más. Lo mismo que al nacer traemos al mundo lo que nunca antes había sido, al morir nos llevamos lo que nunca volverá a ser” (F. Savater)
    3. La muerte es inexperimentable. Nadie puede experimentar su propia muerte. Como dijo el duque de la Rochefoucauld, “ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente”. Ante la imposibilidad de experimentar la propia muerte, parece que la única posibilidad que nos queda es experimentar la de los demás, cosa que, para algunos autores no deja de ser una vana ilusión. En sentido estricto, a la muerte sólo podemos asistir como espectadores, más o menos compungidos, más o menos afectados. Pero, por muy doloroso que sea ver morir a seres queridos, incluso a desconocidos, el verdadero carácter de la muerte queda velado, oculto, inaccesible para nosotros.
    4. La muerte no sólo es cierta sino perpetuamente inminente. Morirse no es cosa de viejos o de enfermos: desde el primer momento en que empezamos a vivir, todos comenzamos la carrera hacia la muerte. Por eso, el nacimiento es en realidad el primer momento de la muerte: “piensa que de algún modo ya estás muerto” (J.L. Borges). “Lo característico de la muerte es que nunca podemos decir que estemos a resguardo de ella ni que nos alejemos, aunque sea momentáneamente de su imperio: aunque a veces no sea probable, la muerte siempre es posible” (F. Savater)

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